Capítulo 3, tercera parte

Continuación del capítulo 3, segunda parte


    El cuerpo de bomberos recibió pronto la señal, y no tardaron en llegar a la casa en su carro automático, seguramente obra de tecnología krateriense importada tiempo atrás. El que parecía ser el jefe bajó lentamente del vehículo, peinándose el bigote y subiéndose el pantalón, que una incipiente barriga empujaba por debajo de la cadera. «Este cuerpo ha visto días mejores», pensó Nonnia, aunque en realidad lo dijo alto y claro. 

    El hombre no contestó; se quedó parado junto a las presuntas culpables y meneó la cabeza de un lado al otro, sin dejar de mirar cómo ardía la cocina. 

    Abrió una libreta cuyas hojas eran tablillas de madera; sacó un cálamo del bolsillo de su camisa y garabateó algo en la primera página, que luego astilló, arrancó y arrojó a las llamas. El incendio se extinguió enseguida. 


«El fuego que consuma este contrato se extinguirá de inmediato». 


    —El cuerpo de bomberos no está para estas tonterías —dijo el hombre con voz pastosa, apenas legible si hubiera que transcribirla—. Nuestro deber es custodiar el Sello del Fuego y sus marcas, ¿me oís? Bueno, y algún espectáculo ocasional de fuegos artificiales para darle alegría al cuerpo y a todos los habitantes de Gardenia. 

    —Sí, señor bombero… —replicaron a coro. 

    —¿Qué ocurrió aquí? 

    —Fue una caja de cerillas… 


    —Tenéis suerte de que nuestra estación esté cerca, o las llamas habrían acabado no solo con la cocina, sino también con el resto de la casa. 

    Se escucharon un par de campanas de bicicleta acercarse por el camino. Debían de haber visto la columna de humo al regresar del Mercado Central. 

    El tintineo no tardó en transformarse en gritos que llamaban a Prunia y a Nonnia por su nombre, así que el jefe de los bomberos cerró su libreta de tablillas con la Marca del Sello del Fuego; guardó su cálamo en el bolsillo de la camisa, y se despidió con una frase a la que Cereza comenzaba a acostumbrarse: «¡Os espera una buena!». 



    En un lugar y un tiempo diferentes —ni cercanos, ni lejanos al presente—, una taza de té de papiro aguardaba a que su dueño volviera a por ella, incapaz de enfriarse por sí misma, condenada a estar tibia para siempre. 

    Su mano dejó caer la pluma con la que escribía la larguísima bitácora del mundo y volvió a por la taza, que solo entonces se permitió perder calor y sabor. La infusión sobrevoló numerosos documentos, contratos y libros, y llegó hasta los labios del anciano. El desorden lo era solo en apariencia, pues allí todo seguía un diseño específico, un propósito, una obsesión por la supervivencia. 

    El sabor del té de papiro era exactamente como uno lo imagina: sabía a viejo y a tela. El anciano ya se había acostumbrado; hay gustos adquiridos que requieren estoicismo y una resignación extrema. La taza regresó medio vacía a la misma esquina del escritorio donde languidecía. El hombre se levantó de la silla, cerró el tomo inacabado de enciclopedia, se calzó las sandalias y salió a la superficie, usando la escalera en espiral que recorría su inmensa biblioteca subterránea. 

    Después de un instante —que también pudo ser un momento, un rato o una eternidad—, el hombre salió de la bóveda. Recorrió el paisaje crepuscular que lo rodeaba y que apenas permitía percibir los contornos, incluido el de su rostro. La luz parecía tener pereza por cumplir su tarea de mostrar el mundo. 

    Tras detenerse junto a un pozo, el anciano miró en dirección a la muralla de la ciudadela, más allá de los edificios olvidados, de los jardines vacíos y de los árboles que ya no crecían; extendió el dedo índice al aire y esperó. 

    El bibliotecario estaba acostumbrado a esperar, y tampoco le faltaba paciencia. Aun así, después de un instante-rato-momento que se le antojó demasiado largo, empezó a desesperar. El dedo seguía aguardando a que algo se posara sobre él; el anciano seguía deseando que alguien o algo respondiera a su orden. 

    —¿Dónde está? —espetó en dirección a una columna de aquel ágora sin gente, tras la cual se intuía una presencia: la única otra alma viva de aquella ciudadela. 

    Los pasos leves de un joven lo sacaron de su guarida. Valga decir que todo lugar es un escondite cuando uno vive orillado a la realidad, en las márgenes de ese pequeño gran río (finito e infinito a la vez) que llamamos espacio-tiempo. 

    —No lo sé. Puedo ir a ver y dejar una nueva en el bonsái en caso de que la última haya muerto. —La explicación y el plan del joven parecían bien pensados, aunque el chico se aseguró de verbalizarlos de manera casual, con aburrimiento. 

    El anciano lo despachó con un gesto. El muchacho se acomodó el sombrero de peregrino y se puso en marcha, junto a dos mariposas azules que fueron a su encuentro y lo siguieron de cerca. Las sandalias del joven no hacían eco en el pavimento de piedra; el sigilo era su seña, leve como el aleteo de sus mariposas. 

    El hombre, por su lado, guardó el dedo índice en un puño, contuvo el aliento y frunció el ceño. Su mano izquierda fue instintivamente al cinturón que sujetaba la túnica, en busca del bolso que colgaba de este; no era sino otro anciano dependiente de su sello, si suponemos que era tal cosa lo que guardaba con tanto celo. Para descubrirlo habrá que tener paciencia. 




Continúa en el capítulo 4 de Segell: El Libro de la Cereza

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