Capítulo 1, primera parte

Continuación del Aperitivo (prólogo)


    Nonnia sonrió al ver el enfado de su bisnieta. La niña se levantó de la mesa, zapateó furiosa e hizo pucheros; ya no le apetecía continuar jugando con su bisabuela a aquel juego de recordar palabras. 

    —¡Mamá, papá, ya está otra vez con lo mismo! ¡Dice que mi nombre es Cereza! —Desde el salón llegaba la risa de sus padres, cosa que la enfadó aún más—. ¡No tiene gracia! 

    —Deja de chillar. ¿Acaso no te llamas así? —insistió Nonnia señalando el emblema que la niña tenía en el brazo, a la altura del hombro—. Lo pone ahí. 

    —Muy graciosa… ¡Fuiste tú quien me dejó esa marca! Mi nombre es Prunia Blum. —Cogió de nuevo el último tarjetón del juego de memoria y se lo mostró con ahínco a su bisabuela—. Lee. 

    —Prunia… ¡Qué nombre tan feo! —Nonnia cogió el autorretrato a crayón de su bisnieta para mirarlo de cerca—. Mejor Cereza. O Cerecita, hasta que crezcas. 

    La niña se aplastó los mofletes de la desesperación. Cerró los ojos, respiró profundamente, y al abrirlos se encendió una extraña luz en la cocina, coincidiendo con la idea genial que acababa de tener… o inspirando dicha genialidad, más bien. 

    El sello de Nonnia emitía un suave resplandor; reaccionaba así al estar cerca del papel que sostenía la anciana (el tarjetón del juego de memoria), avisando de que era posible dejar allí su marca. Cereza se fijó detenidamente: el artilugio solo brillaba cuando se aproximaba al reverso del folio, que estaba en blanco, limpio de cualquier texto o ilustración. ¿Cómo sabía el sello que aquel era un lienzo propicio para escribir y sellar un contrato? 

    La niña estuvo a punto de preguntarlo, pero debía contener su curiosidad; si su padre llegaba a descubrir que todavía quedaba algo de papel sin usar en casa, la obligaría a usarlo para escribir una y otra vez cualquier aburrido texto escolar. 

    «No puedo desperdiciarlo haciendo planas… ¡Esta es mi oportunidad!», pensó. 

    —¡Nonnia, escucha! Tienes que sellar esto. —La niña cogió el tarjetón y lo dejó bocabajo sobre la mesa de la cocina. Luego apuntó con el dedo a la hoja, lista para ser usada en su peculiar ensayo—. Justo aquí. ¡Vamos, rápido! 

    —¿Y por qué iba yo a dejar mi marca en ese papel mugriento? Déjame tranquila. 

    —¿Acaso ya no sabes usar tu sello? —dijo con exagerada decepción—. Qué mal, mi bisabuela lo ha olvidado todo sobre ser arcontesa. Con lo lista que era… 

    —¡¿Qué dices, mocosa?! Claro que sé hacerlo: mira y aprende. 

    La anciana acercó el folio a su lado de la mesa y presionó con fuerza el sello sobre este. Un fogonazo bañó de luz roja la estancia. Después comprobó la calidad de impresión de la marca, que era idéntica a la que su bisnieta tenía en el brazo: había quedado perfecta. 

    —¿Lo ves? Sigo siendo una experta en usar el Sello de la Cereza —dijo Nonnia con gesto ufano. 

    —¡Bien! Ahora solo necesitamos algo con lo que poder escribir… —La niña saltó a su silla para alcanzar los crayones, tirados junto a las páginas arrancadas a un cuaderno de contabilidad que amenazaba con quedarse vacío de cifras. 

    Cereza eligió una cera, volvió junto a su bisabuela y se la puso en la mano. 

    —Ten, esto servirá. Ahora escribe: «A partir de ahora, todas las cerezas…». 

    —Nada de eso, ¡escribe tú! ¿Acaso mandas a los mayores? 

    No era el momento de protestar ni de negociar, así que Cereza cogió el crayón y comenzó a escribir en el papel, junto a la marca aún fresca: 


«A partir de ahora, todas las cerezas tendrán…». 


    —¡Nonnia, ¿cómo se escribe chocolate?! 

    —Ce, hache, esto… ¿O? ¿Qué era lo que querías escribir? 

    —¡No hay tiempo! Probaré suerte… 


«A partir de ahora, todas las cerezas tendrán sabor a chocolate». 


    La marca impresa parecía querer iluminarse a medida que redactaba el contrato, pero se apagó de súbito cuando terminó de escribir la última palabra. 

    —¡¿Qué?! ¿Por qué no funciona? —Cereza repasaba cada letra, intentando en vano encontrar algún error ortográfico. 

    «Chocolate», leyó Nonnia en el papel. Su bisnieta le hizo leer todo el texto en busca de una explicación, pero a la anciana le dio un ataque de risa. Y para mayor desesperación de la niña, su padre entró en la cocina y descubrió su experimento literario, claramente prohibido según las reglas de aquella casa…, donde el papel escaseaba tanto, que no había ni para castigarla haciendo planas. 


Continúa en el capítulo 1, segunda parte

Comentarios