Capítulo 3, primera parte

Continuación del capítulo 2, tercera parte


    El cansancio venció a Cereza mientras fingía dormir —una estrategia a la que debía recurrir si quería que Nonnia también se fuera a su habitación—. Había sido un día intenso, no cabía duda, de modo que tuvo sueños extraños. 

    Pero ¿estaría realmente despierta ahora? Se pellizcó en el brazo para comprobar que sí; que justo delante, y a punto de aplastarla, había una cereza gigantesca… 


    Todo comenzó una hora antes, cuando escuchó a Nonnia roncar gracias a que sus habitaciones se hallaban pared con pared en la primera planta. La niña espabiló, saltó de la cama, bajó la escalera procurando no hacer ruido y exploró la casa en busca de posibles testigos; únicamente tras saberse sola se atrevió a colarse en el despacho. Cogió de allí una vela y la caja de cerillas, y luego regresó sobre sus pasos hasta la cocina. Sus padres aún no habían regresado del Mercado Central, pero tampoco tardarían mucho más: debía darse prisa. 

    Agarró una silla de la mesa y la arrimó junto al bonsái. Sacó de los bolsillos de su overol un lápiz y un papel cuidadosamente doblado, y dio inicio a sus ensayos. Cereza había escondido (o «reservado para sí») algunos de los folios sellados por Nonnia antes de que los vieran sus padres y los convirtieran en semillas. 

    —Si quiero acabar definitivamente con el hambre de esta familia, tengo que entender cómo funciona nuestro sello —dijo en voz alta, intentando justificar ante sí misma que iba a romper su promesa de no hacer experimentos literarios en casa…, además de aquella regla que le prohibía encender velas o cualquier otra llama sin la supervisión de un adulto. 

    Para ello, hizo lo que ya había visto hacer muchas veces a sus padres y a Nonnia: cogió una cerilla de la caja, rompió un extremo y acercó el palito a la mecha de la vela. La Marca del Sello del Fuego se encendió en una llama, que a su vez pasó a la vela e iluminó la estancia. Cereza apenas tuvo tiempo de leer el minúsculo texto escrito en la cerilla, antes de que esta fuera consumida por la flama: 


«Al romper este contrato, se libera una llama». 


    Era un sistema interesante y parecido al de cualquier semilla, pues el contrato dejaba de funcionar tras un primer uso. Para encender una cerilla había que romperla, y para activar una semilla había que arrugarla y plantarla bajo tierra. Los arcontes se aseguraban así una clientela dependiente de los contratos que portaban sus marcas. 

    La niña acercó la punta de uno de los lápices a la llama. Se cuenta que, en los buenos tiempos de comercio con Krateroz, los lápices tenían una mina de grafito y no había que ennegrecerlos. En esa nación vivían los arcontes de los Sellos Minerales, quienes decidieron cerrar y militarizar sus fronteras hacía unos años. Desde entonces, casi todo cuanto se necesitaba en Gardenia había pasado a fabricarse con madera, que nunca escaseaba en el país de los árboles. 

    Cereza abanicó la punta del lápiz para enfriarla y comprobar si le manchaba el dedo. Ya estaba lista para comenzar sus experimentos (n.º 2: «¿Puedo cambiar el sabor de las cerezas?»), así que escribió lo siguiente en el folio sellado: 


«La próxima cereza que crezca en esta rama tendrá un sabor repugnante». 


    La niña recortó en forma de gancho la parte superior de aquel contrato; cerró los ojos, buscó con el tacto alguna rama del bonsái que tuviera una flor, y lo colgó de esta. Luego observó fijamente al arbolito para que hiciera su trabajo. 

    La flor en cuestión se plegó sobre sí misma y produjo una cereza corriente, que maduró en el acto y cayó en la maceta. La niña la sopló para limpiarla de tierra, la pulió frotándola contra la tela de su pijama y se la metió entera en la boca. 

    Efectivamente tenía un sabor incluso más desagradable de lo habitual, a medio camino entre lo amargo y lo rancio, así que corrió a escupirla en el cubo de basura. Al menos había funcionado, mientras que el primer experimento —el de darles sabor a chocolate— había sido un fracaso rotundo. Este nuevo resultado no era dulce, pero sí un consuelo de estar mejor encaminada. 

    El contrato seguía colgado de la rama, por lo que Cereza se apresuró a quitarlo. No tenía claro cómo sacarle provecho, excepto quizá colando alguna cereza de mal sabor entre las demás, hasta que sus padres les cogieran manía y dejaran de comerlas. Esa misma estrategia le había funcionado a su prima Almendra, según le confesó cuando la vio en su última fiesta: «Una almendra amarga aquí y allá, ¡y problema resuelto! Desaparecieron del menú». 

    Cereza era ahora más consciente de la falta de papel en casa, así que decidió reutilizar el contrato para su siguiente ensayo. Tachó algunas palabras, y la Marca del Sello de la Cereza perdió intensidad, atenuando su brillo. 

    No tardó en volver a iluminarse cuando la niña decidió cuál sería su siguiente experimento y lo escribió en el folio-gancho (n.º 3: «¿Puedo cambiar cualquier cosa de una cereza siempre que siga pareciendo una?»): 


«La próxima cereza que crezca en esta rama tendrá un sabor repugnante». 

                                            será azul». 


    Repitió los mismos pasos, y al abrir los ojos vio cómo una flor rosada se convertía en una cereza cerúlea. La probó con un mordisquito temeroso, descubriendo que el sabor volvía a ser el mismo de siempre (es decir, de una repugnancia tolerable). 

    —Azul, ¡como la mariposa! 

    La voz de Nonnia a sus espaldas sobresaltó a la niña, que dejó caer al suelo la vela, el lápiz, los folios sellados y casi hasta el bonsái, si no fuera porque tuvo buenos reflejos y lo cogió al vuelo. 

    —¡NONNIA! ¡Vas a matarme de un susto! ¿Qué haces despierta a estas horas? 

    —¿Qué haces despierta tú? Yo solo vine a dar un paseo. 

    —¿A la cocina? 

    —¡¿Y a dónde quieres que vaya?! 

    Cereza hizo malabares para dejar el pesado bonsái en la mesa, recoger las cosas del suelo y evitar que Nonnia se quemara con la vela, que seguía encendida. Pero no hay mal que por bien no venga: en medio de aquel espectáculo circense descubrió que la maceta del arbolito tenía un doble fondo, y que era allí donde su familia guardaba El Libro de la Cereza, el compendio de los contratos escritos por su bisabuela a lo largo de los años. 

    —Es un libro muy valioso. Tenemos que esconderlo bien —aseguró la bisabuela. 

    —¡Vaya si lo es! Como para que nunca me hayáis dicho dónde estaba… 


    —No se puede perder, o nos quedaríamos sin saber cómo son las cerezas. Aquí se dice lo que son y se archivan todos los contratos que llevan su marca. 


    —En este libro se explicará qué es un cerezo y se registrarán todos los contratos que selles. Tú decidirás si sus frutas son lisas o rugosas, duras o blandas, grandes o pequeñas… 

    Julio Blum le regaló un libro en blanco a su hija, y esta lo apretó cariñosamente contra sí, ya que no se atrevía a abrazarlo a él. 

    —Dime, Nonnia, ¿te gusta su sabor, o quieres que sean más dulces? 

    —¡Más dulces! Y un poquito ácidas también. 

    —Muy bien. Y que no tengan hueso, ¿verdad? 

    —Sí, sin hueso. 

    —Así la gente solo podrá comprarte cerezas a ti…, o semillas, si desean plantar un cerezo en su jardín. 

    —¡Eso, eso! 

    —¿Y cada cuánto tiempo debería florecer el árbol? 

    —¿Todo el año? —A Nonnia le encantaban sus flores de cinco pétalos rosados, con una corona de estambres rojos en el centro. 

    —De ser así, producirías demasiadas cerezas, que tendrían que ser baratas, y la gente se cansaría pronto de comprarlas … 

    —Entonces solo una vez al año, ¡para que sean caras! —pensó la niña en voz alta, intentando hallar una respuesta que complaciera a su padre. 

    —¡Ja, ja, ja! Veo que aprendes rápido. 


    El Libro de la Cereza fue llenándose de contratos con el paso de los años, y cada cerezo de Gardenia los respetaba al pie de la letra. La única excepción era el cerezo enano que brotó de la primera semilla creada con el sello, la noche del día en que Nonnia se perdió en el bosque; no creció jamás más de dos palmos del suelo, y sin embargo no paraba de echar flores. Parecía joven y viejo a la vez, pero lo más sorprendente era que daba copiosos frutos cada vez que alguien se detenía a mirarlo. 

    El bonsái nunca abandonó la cuna que fue su maceta original, y con el paso de los años se convirtió en custodio de El Libro de la Cereza. Nonnia lo llevaba siempre con ella, allá donde la necesitaran, donde hiciera falta un cuenco de ricas cerezas. 


Continúa en el capítulo 3, segunda parte

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