Capítulo 2, tercera parte

Continuación del capítulo 2, segunda parte


    No vale la pena contar nada acerca del almuerzo de aquel día, excepto que todas miraban absortas por la ventana del comedor, esperando en vano que el nieto de Nonnia volviera a tiempo del Mercado Central con algo sabroso e inusual. Como no ocurrió, acabaron masticando aburridas el menú habitual. 

    Cereza fue a la cocina con su plato para dejarlo en el fregadero —ya lo lavaría luego—, y sin querer miró en dirección al bonsái. El arbolito hizo lo que hacía siempre que alguien lo veía: sus bonitas flores rosa se contrajeron, como avergonzadas de que las miraran, y se convirtieron al instante en cerezas que cayeron en la maceta, maduras y listas para comer. 


    «Qué horror», pensó la niña, viendo ahí la que sería su cena. Nonnia apareció también en la cocina, cargando su propio plato y avanzando despacio, como con miedo a caerse. Vio a su bisnieta y luego al bonsái, que volvió a hacer lo mismo de antes: otras flores se contrajeron, y fueron tantas las cerezas producidas esta vez, que rebosaron de la maceta y acabaron en el suelo. 

    —¡Ahora además me toca recogerlas! —La niña cogió un cuenco y, hastiada de aquello, se arrodilló junto al pequeño cerezo. Lo hizo a la vez que evitaba mirarlo, para que no repitiera su absurdo truco de magia. 

    —Anoche vi una mariposa azul merodeando cerca del bonsái —dijo Nonnia desde el fregadero, donde se disponía a lavar los platos. 

    —Ya estás otra vez con eso… 

    —Te digo la verdad. Vi una mariposa azul e intenté aplastarla, pero se escapó. Hay que tener mucho cuidado con esos bichos. 

    —Pues no te creo. Primero dices que tengo una semilla dentro, y ahora vienes de nuevo con la cantinela de la mariposa azul. ¡Bisabuela mentirosa! 


    Nonnia no era mentirosa, pero sí rebelde, y por eso se perdió en el bosque. Y eso que sus padres se lo habían advertido incontables veces: «¡Nunca te fíes de los animales!». Su madre, Ánima Blum, era muy insistente en lo que al peligro de los insectos se refiere. 

    En Gardenia eran famosas las historias acerca de Haliferol, el cruel reino vecino donde viven los arcontes de los Sellos Animales. Los mayores usaban estos relatos para prevenir a sus hijos de las amenazas que acechaban en el bosque, y para evitar que se les ocurriera la idea de cruzar la frontera en busca de aventuras (las cuales no abundaban en el país de los Sellos Vegetales). 

    Nonnia percibía una gran tristeza en los ojos de Ánima cada vez que le repetía, con severidad maternal y asustadiza, que con los bichos había que tener cuidado y que nunca se debía confiar en ellos, ya fueran avispas, arañas o escorpiones. Pero ¿qué podía sospechar Nonnia de una inocente mariposa azul? 

    Se la encontró un día mientras paseaba por el extensísimo huerto familiar, repleto de prunos y otros árboles frutales. Era raro ver animales en Gardenia, especialmente los de un color bonito e inusual. El insecto era tan hermoso que el tiempo pareció detenerse cuando se posó sobre su dedo. La niña perdió el aliento, y solo lo recuperó tras un largo suspiro cuando la mariposa emprendió el vuelo. 

    Conocía la advertencia, y aun así la siguió al bosque. Se decía que allí moraban bestias devorahombres, reptiles venenosos, pájaros de afiladas garras y muchos otros animales, todos tan astutos como los dueños de los sellos que les daban nombre. Pero la hija de Ánima y Julio había heredado la curiosidad de uno de sus progenitores… 


    —No miento. Las mariposas azules son peligrosas. ¡Y mi madre se enfadó tanto! 

    Nonnia parecía estar rebuscando en algún recuerdo; por eso había fregado ya cinco veces el mismo plato. Su bisnieta cerró el grifo, le dio un paño para las manos y acomodó la vajilla en el secadero. Sin duda eran el momento y lugar perfectos para perderse en cualquier pensamiento, porque la niña tuvo allí mismo otro arrebato de genialidad. 

    Salió al salón tapándose la cara para no ver siquiera de reojo al bonsái. Allí encontró los folios reciclados que usaba en el juego de memoria; los puso del revés sobre la mesa del comedor, y corrió al despacho de su padre a por lápices. 


    La llama de la vela estaba apagada, y no le estaba permitido usar cerillas para encenderla de nuevo. Ninguno de los lápices tenía la punta ennegrecida, así que no valían para nada. «Espera, ¡mis crayones!», recordó la niña, que se lanzó a la carrera de vuelta a la cocina. 

    Entró con los ojos cerrados y rebuscó con ambas manos sobre la mesa donde solían preparar las (nada copiosas) cenas. Tuvo que tantear a ciegas para encontrar las ceras con las que ayer dibujara los tarjetones de memoria, y con las que escribiera aquel texto fallido sobre cerezas con sabor a chocolate. 

    Gateó de vuelta al comedor, arrancó la esquina de una de las hojas de papel y dibujó sobre esta una mosca. Era uno de los pocos animales que se veían de vez en cuando en Gardenia…, quizá porque a quien tuviera el Sello de la Mosca le encantaba hacer sufrir a la gente de este país agrícola ensuciando y baboseando sus cosechas. 

    La niña no estaba segura de haber acertado con la anatomía del bicho, pero en cualquier caso, la vista de su bisabuela no era demasiado buena. Dejó el recorte sobre el reverso en blanco de los tarjetones de memoria y la llamó a voces. 

    —¡NONNIA! ¡Una mosca! 

    La anciana no tardó en aparecer. Salió del aseo caminando sorprendentemente rápido para lo que era su andar habitual, siempre al ralentí. 

    —¿Dónde está? —preguntó a la vez que desenfundaba su sello. 

    —¡Allí, sobre la mesa! ¡Corre, mátala o se comerá todas nuestras cerezas! 

    —¡No escapará! 

    Nonnia aguzó la vista y encontró una mancha oscura sobre uno de los folios reciclados. Sin pensarlo dos veces, levantó el Sello de la Cereza en el aire y lo estampó con fuerza sobre el insecto ilustrado. El insecto verdaderamente parecía estar instruido —al menos en el arte de escapar—, porque de pronto apareció en otro lugar de la mesa, así que hubo de repetir el intento de aplastamiento. 

    El truco estaba en que Cereza soplaba el recorte justo antes de que el sello cayera sobre este. El papelito volaba así de un lugar a otro, dando la sensación de que el bicho seguía con vida. ¡Lo que hay que hacer para no comer cerezas tres veces al día! 


    Llegó un momento en que el «juego» resultó tan divertido para ambas, que a Nonnia no le importó que, de vez en cuando, su bisnieta interviniera para darle la vuelta al recorte, pues este había acabado con la mosca bocabajo. 

    Un par de minutos después, las dos estaban exhaustas…, y la mesa del comedor, cubierta de papeles con la Marca del Sello de la Cereza. 

    Justo en ese instante se abrió la puerta trasera de casa. Era el padre de Cereza, que volvía cargado con bolsas del Mercado Central. La madre se desvió para ir a recibirlo; había bajado del dormitorio alertada por el escándalo que su hija y Nonnia tenían en el comedor. 

    —¿Qué estáis haciendo? —se le oyó decir desde la cocina—. Prunia, ven a ver lo que ha comprado tu padre, te va a encantar. 

    —Pensé que os haría más ilusión escucharme llegar —rio su marido mientras sacaba una modesta variedad de vegetales, frutas y verduras de las bolsas. 

    —¡Venid vosotros! —chilló la niña desde el salón—. ¡Mirad lo que hemos hecho! 

    —Yo no hice nada —dijo Nonnia por lo bajini. 

    La pareja no perdió un segundo; temían lo peor, porque aquellas palabras siempre precedían a algún desastre hecho por Nonnia, por Cereza o por su tándem. Dejaron las bolsas de la compra tiradas de cualquier manera, corrieron al salón y se quedaron sin habla al ver la mesa del comedor repleta de folios sellados, ahora valiosísimas Estampillas del Sello de la Cereza. 

    La madre salió disparada al despacho; rompió una cerilla para encender la vela y ennegreció la punta de los lápices. El padre recortó en un periquete cada marca alrededor de su perímetro, dejando apenas espacio para escribir el contrato que la convertiría en semilla. La pareja se sentó, cogieron sendos lápices, y con letra minúscula hicieron de cada estampilla una flamante Semilla de Cerezo. 

    Cereza daba saltos de emoción; Nonnia amenazaba con irse a la cama para no presenciar aquel alboroto. La niña contaba a voces la estratagema que ideó para conseguir que la bisabuela hiciera su trabajo como arcontesa, mientras que sus padres hacían una lista mental de todas las cosas que podrían comprar si salían de inmediato al Mercado Central. Ya comenzaba a oscurecer, pero quizás estuvieran a tiempo de hacer una compra para todo el mes. Salivaban solo de pensar en lo espectaculares y exóticas que serían sus próximas cenas. 


    —Hija, cuida de Nonnia —dijo su madre mientras metía todas las semillas en la cartera. 

    —Abuela, cuida de Cereza —resopló el padre, a la vez que se ponía la chaqueta y una bufanda ligera—. Volveremos tarde; si tenéis hambre, echad un vistazo a las cosas que traje y guardad el resto en la alacena. ¡Deseadnos suerte! 

    La pareja se marchó en bicicleta por el camino que llevaba al mercado, cruzando los campos de otras familias con sellos de árboles frutales, hortalizas y granos. Cereza no podía parar de sonreír: tenía grandes planes para esa noche, y no le vendría mal que sus padres tardaran en regresar. 

    Por lo pronto, había algo más apremiante: darse un merecido atracón. A fin de cuentas, tendrían la despensa llena gracias al juego de la mosca y a la eficacia exterminadora de Nonnia, así que ahora podrían comer cuanto quisieran. 

    La bisnieta corrió a la cocina y desde allí llamó a su bisabuela, que ya estaba cansada y volvía a ser una persona taciturna y parsimoniosa. Juntas vaciaron las bolsas de la compra sobre la mesa. Quitando el cacao (en polvo y en tabletas), que Cereza ya conocía y que cató en el acto, se dedicaron a hacer un catálogo de cuantas cosas veía la niña por primera vez. 

    —Nonnia, ¿qué es esto? 

    —Un kiwi, creo —dijo tras tocarlo y sentir su textura peluda. 

    —¡Así que esto es un kiwi! Creo que se escribe así… kiwi


    —¿Y esta fruta tan rara? 

    —Eso es una piña —aclaró la anciana—. Pe, i, eñe…, a. 

    —Piña. Pues vale. 


    —¿Te gustan mis pendientes? —Nonnia había cogido del cuenco un par de cerezas aún unidas por el rabito, y se las puso en la oreja a modo de zarcillo. Cereza le rio la gracia. 

    —No me distraigas, tonta, que no es fácil dibujar una piña. Mira esta qué rara… 

    —No sé lo que es. 

    —Vela de cerca. —Cereza le puso en la mano la siguiente fruta. La anciana cogió un cuchillo de madera y la cortó por la mitad. 

    —Un higo. Los higos tienen bichos dentro. 

    —¡Puaj! Pues esta no nos la comeremos. 


     —Los bichos son muy peligrosos. ¿Lo entiendes, Nonnia? 

    —Sí, mamá. 

    La pequeña dejó el higo donde lo había cogido, en un puesto del Mercado Central, y se limpió las manos en el delantal. Ánima asintió satisfecha. 

    Más tarde descubriría realmente cuán peligrosos eran los bichos, el día en que, por seguir a uno, acabó perdida en el bosque. 


    —¿Y qué son estas bolitas rojas? ¡No serán cerezas en miniatura, ¿verdad?! 

    —Bayas —dijo Nonnia tras volver en sí y mirarlas. 

    Ba-yas… —escribió Cereza como leyenda bajo aquella nueva ilustración de su creciente catálogo, a la vez que se llevaba una a la boca. 


    —Y son venenosas. 

    La niña corrió a escupirla en el fregadero. Quizá fuera otra mentira de Nonnia, o tal vez no todas las bayas fueran peligrosas, pero no valía la pena arriesgarse. 


    El día en que se perdió en el bosque por seguir a una mariposa azul, Nonnia conoció a varios de los niños que se refugiaban allí, a los pies de un árbol igualmente azul, junto a una alta muralla. 

    No tenían nada que comer, excepto algunas setas que encontraban en los troncos caídos o entre las raíces que poblaban el sotobosque, además de las bayas que recogían de los arbustos cercanos. Para ellos era imposible diferenciar las comestibles de las venenosas…, y aunque pudieran hacerlo, con frecuencia sucumbían a la tentación de probarlas, de tanta hambre que padecían. 

    Ya de vuelta en Gardenia, Nonnia se propuso buscar al arconte del Sello de las Bayas. Lo encontró varios días después en el Mercado Central, de pie en su puesto; se jactaba ante un grupo de clientes de vender las mejores bayas, a la vez que «limpiaba el bosque de alimañas» con una variedad venenosa (idéntica a la comestible) que había ordenado crecer salvaje en el reino de Haliferol. 

    Nonnia se puso furiosa al oír aquello, y casi destruye el puesto a patadas. Tuvieron que llamar al cuerpo de bomberos para controlarla y llevarla de vuelta a su casa. Pero el berrinche sirvió para que el arconte recapacitara y cambiara aquella noche El Libro de la Baya, extinguiendo con un contrato aquella variedad tóxica. 

    Fuera como fuere, Nonnia no volvió a comer bayas jamás. 



    La niña copió el dibujo que había en el armario donde sus padres guardaban los productos de limpieza (entre ellos el jabón de cereza), y que ella tenía prohibido abrir después de que probara a beberlos cuando era solo una bebé. 

    Pegó su última ilustración con la palabra tóxico en la bolsa de bayas y las escondió en dicho armarito, no fuera a ser que Nonnia, olvidando su propia advertencia, decidiera comérselas todas de una sentada. 

    —Se acabó por hoy. ¡Hora de irnos a la cama! 


Continúa en el capítulo 3, primera parte

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