Capítulo 2, segunda parte

Continuación del capítulo 2, primera parte


    Cereza pasó el resto de la mañana ideando un plan para que Nonnia le prestara su sello. El truco de ayer —hacerle creer que ya no era capaz de estampar su marca— quizá le sirviera para sellar dos o tres semillas al día…, cuatro a lo sumo, si se le olvidaba el engaño lo suficientemente rápido. La niña sabía que debía ser más astuta que su bisabuela, ganarse su confianza y la posibilidad de usar aquel sello a voluntad. 

    Así que se vistió tan mona como pudo, con dos moños de cabello atados con su cinta roja, una camiseta blanca, el overol verde lima y los zuecos de madera más lustrosa. Se comportó como una niña modosa durante un rato, y luego se acercó a la mecedora junto a la chimenea, donde Nonnia solía pasar las horas. 

    —¡Hola! —le dijo su bisnieta con voz aflautada. 

    —Hola —respondió cansada, como si acabara de volver de un largo viaje. 

    —¿Quién es la bisabuela más linda del mundo? 

    —Zalamera. 

    —Oye, ¿por qué no me cuentas la historia de cuando nací? 

    —¿La historia de… cuando naciste? —Nonnia arrugó la frente y miró las cenizas tras el chispero. 

    —Sí. Cuando era pequeña solías contármela. 

    —Ah, ¿y acaso no sigues siendo pequeña? 

    Cereza se mordió los labios, pero logró forzar una sonrisa de nuevo. 

    —Venga, no te hagas de rogar. 

    —Si tanto te gusta, cuéntamela tú. —La arcontesa se sabía mil trucos para no evidenciar sus olvidos. 

    Cereza se clavó las uñas en la palma de la mano, intentando mantener la calma. Era fácil perder la paciencia…, pero vio el sello sobre el regazo de Nonnia, y en él la promesa de poder vender tantas semillas, estampillas y contratos como quisieran. Si lograba hacerse con él, pronto se acabarían sus penas. 

    —Venga, te ayudaré a empezar: Cuando mamá y papá se fueron a vivir juntos, decidiste venir a vivir con ellos. Entonces… 

    —Sí, entonces… —Nonnia se esforzaba en articular las palabras—. Naciste tú. 

    —Ajá, ¿y qué pasó? 


    A Nonnia le habría gustado contarle una bella historia. Le diría que cuando se mudó con su nieto y su mujer, lo hizo para proveerles con su sello de todo cuanto pudieran necesitar. Le confesaría que su intención era que ellos fueran los próximos arcontes del Sello de la Cereza. No contaba con que empezaría a perder la memoria, la orientación y el sentido; las ganas también. 

    Le habría dicho que cuando comenzó a enfermar de la cabeza, estaba preocupada porque la joven pareja aún no tuviera descendencia. Deseaba fervientemente ver crecer su familia, pues temía que los achaques de la vejez la convirtieran, irónicamente, en el único bebé de aquella casa. 

    De haber podido, le habría explicado a su bisnieta que el último contrato lo redactó en secreto una noche, encerrada en su habitación y a la luz de una vela. Lo hizo en forma de cinta y, tras sellarlo, lo ató a una rama del bonsái. 


«La próxima cereza que nazca de este árbol tendrá semilla». 


    No estaba segura de si funcionaría, pero merecía la pena probar.  

    Una flor brotó en esa rama del bonsái, y en un parpadeo se convirtió en cereza. Aquel arbolito era un auténtico prodigio, veloz y misterioso a la hora de cumplir su tarea. 

    Nonnia cogió la cereza encinta y la puso junto a otras sin hueso, tal y como dictaba El Libro de la Cereza que debían ser todas las frutas de su sello. Aquella sería la cena de su nuera. 


    La pobre comió del cuenco sin esperar que una de ellas tuviera sorpresa, por lo que acabó tragándose la semilla creada a partir de las supersticiones de la abuela. Y quién lo iba a decir: nueve meses después nacería Prunia Blum, mejor conocida como Cereza. 

    Tal fue su felicidad al verla, que Nonnia la abrazó durante largo rato y con fuerza, olvidando que tenía su sello en la mano y dejándole una marca en el brazo, a la altura del hombro. Fue un bautismo inesperado; no así su nacimiento, por todos deseado, que trajo felicidad y esperanza a aquella familia tan modesta. 

    Nonnia no tenía la certeza de que su intervención hubiera obrado el milagro, pero ahora tampoco tenía las palabras para contarlo, en cualquier caso. La alegría de la llegada de su bisnieta era un recuerdo imborrable en su memoria; impronunciable también, al igual que el resto de acontecimientos de su pasado, que formaban un paisaje confuso, sombrío, extraño… 

    Como aquel bosque en que se perdió cuando era niña, y del que ya no podía salir. Ese día era un recuerdo enquistado. 


    —Naciste de una semilla. —La historia de Nonnia no iba desencaminada, pero descarriló rápidamente—. ¡Y ahora la tienes en la barriga! 

    —¿Eh? —Era la primera vez que Cereza escuchaba esta versión—. ¿Una semilla? 

    —Sí, de cereza. 

    —Nuestros árboles no dan frutos con hueso; de lo contrario, nadie compraría las Semillas de Cerezo. Además, alguien podría tragárselo. 

    —Pues aquella cereza sí tenía semilla, y tú la llevas dentro. 

    —¡Deja de decir mentiras! 

    —¿Me estás llamando mentirosa? ¡Qué falta de respeto! 

    —¡No tengo ninguna semilla en la barriga! —A la niña comenzaba a darle miedo esta historia por la mera posibilidad de que fuera cierta. 

    —Sí que la tienes… Y si te portas mal, puedo hacer que crezca. —Nonnia le mostró el Sello de la Cereza y volvió a apretar el puño en torno a este. 

    —¡Mamá! ¡Nonnia me está asustando! —chilló a la vez que retrocedía un paso. 

    —Haré que germine, y te saldrán hojas por las orejas y por la nariz. Y una ramita de aquí. —Nonnia se reclinó y le tocó el ombligo con su huesudo dedo índice. 

    —¡MAMÁ! 

    Así acabaron el plan de Cereza y la tétrica historia que le contaba su bisabuela. Las dos se llevaron un chasco y una buena reprimenda, y fueron a regañadientes a lavarse las manos con jabón de cerezas, pues ya era hora de comer… cerezas. 


Continúa en el capítulo 2, tercera parte

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