Capítulo 2, primera parte

Continuación del capítulo 1, tercera parte




    —Mamá, me duele la mano. ¿No puedo usar un folio más grande? Tengo que escribir con una letra tan pequeña… —Madre e hija compartían el tocador. 

    —Haberlo pensado mejor ayer antes de desperdiciar todo ese papel. 

    —¡Oye! Si no fuera por mí, Nonnia no habría sellado la estampilla que papá convirtió en semilla. 

    Madre e hija miraron a través de la ventana de la habitación, suspirando al unísono en dirección al Mercado Central. ¿Cuánto tiempo tardaría en venderla y en volver con algo diferente de comer? ¡Lo que fuera, daba igual! 

    —Además, papá me puso deberes: Me dijo que compraría chocolate si consigo que Nonnia selle otras diez Semillas de Cerezo. 

    —Pues usa la otra cara de los tarjetones que hiciste para el juego de memoria. 

    —¡Ya lo estoy haciendo! Mira. 

    Cereza le extendió a su madre la carta que estaba escribiendo, y que en el reverso tenía otra ilustración de la colección «Cosas que tenemos en casa»: 


    —Hambre. Déjame revisar si tienes errores… 

    La madre de Cereza aprovechó para leer la misiva, y tuvo que contener la risa y el llanto a partes iguales. 

    —¿Te parece justo decir que pasamos hambre? Tenemos un amplio menú a base de cerezas. Que no comas lo que más te gusta no significa que… 

    El gruñido de tripas de la mujer interrumpió su amonestación. Madre e hija se miraron en silencio, achinando los ojos. 

    —¿Ya desayunaste una rica tostada con mermelada de cerezas, mamá? —preguntó la niña con sorna. 

    —Yo sí, ¿y tú? ¿Ya te lavaste el pelo con champú de cerezas? 

    Las dos aplastaron los labios y achinaron aún más los ojos sin perderse de vista. Entonces oyeron que alguien llamaba a la puerta principal. 

    —¡El cartero! 

    La niña le arrebató la carta a su madre y corrió escaleras abajo. «¡No tan rápido, que te caerás! ¡Vas a quedarte sin nariz y sin dientes!», le escuchó decir a Nonnia desde su habitación. Pero Cereza no hizo ningún caso; se ahorró los últimos dos escalones de un salto, abrió la puerta y abanicó la carta nerviosamente frente a la muy esperada visita. 

    —Buenos días, traigo el par… 

    —¡Buenos días! ¿Le puede dar esta carta a la primera menestra, por favor? 

    —Hola, pequeñaja. No lo sé, ¿lleva sello postal? 

    La niña señaló la falsa estampilla que había dibujado en una esquina de su carta. El hombre torció la boca, y ella le contestó con una mueca idéntica. 

    —¡Me tiene loca! —exclamó la madre de Cereza al llegar también a la puerta, aunque su sonrisa mitigó el comentario—. Buenos días. 

    —Le traigo el parte meteorológico. 

    El gobierno de Gardenia era muy organizado; de lo contrario, sería difícil que cada familia pudiera cultivar al unísono sus Sellos Vegetales, el orgullo del país. 

    La arcontesa del Sello del Viento (hermana de la primera menestra, y una de las tres gobernantes de Gardenia) enviaba diligentemente el parte meteorológico del mes en un sobre lacrado; así se conocía por adelantado cuándo iba a llover, cuándo habría neblina o rocío de madrugada, y cuándo la brisa se llevaría lejos las nubes, despejando el firmamento y regalándonos un día de cielos claros. Con algo de coordinación, no hacía falta regar las plantas ni proteger del viento los cultivos, y a los momentos de ocio los acompañaba siempre el buen tiempo. 

    —Muchas gracias, aunque nuestro huerto se las apaña en cualquier clima. 

    Todos miraron el erial frente a la casa, donde solo crecían el césped y algunas malas hierbas. Una ráfaga de viento helado les puso los pelos de punta. 

    —¿Quiere que me lleve algo? ¿Tiene algún paquete que desee enviar? 

    Cereza abrió los ojos tanto como pudo, intentando inspirarles pena. 

    —Pues… Sí, llévele esta carta a la primera menestra, por favor. —La madre de la niña guiñó un ojo al cartero, que le devolvió la seña en secreto. 

    —De acuerdo, haré una excepción, pero la próxima vez necesitaré ver un sello. De correo, quiero decir, no un sello… No pretendía llamaros sinsellos, o sea… 

    El cartero se puso colorado, guardó la postal de Cereza en su mochila y se despidió con un breve toque de gorra. Luego atravesó a toda prisa el amplio campo vacío que los Blum tenían por huerto familiar. 

    Madre e hija se cruzaron de brazos, zapatearon un par de veces y dieron un portazo. Las tripas les rugían en estéreo. 

    —¿Cuándo volverá papá? —Cereza nunca le había echado tanto de menos. 

    —No lo sé, pero el parte meteorológico dice que al menos no le lloverá. Anda, ve a jugar con tu bisabuela; quizá logres animarla a sellar alguna semilla más. ¡Y recuerda reciclar, que ya no queda papel en casa! 


Continúa en el capítulo 2, segunda parte

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