El padre de Cereza rasgó hábilmente el papel, recortando los lugares donde ya había algo escrito. Dejó una estrecha franja de papel limpio alrededor de la marca impresa, y el resto lo guardó en el bolsillo de su camisa tras doblarlo con sumo cuidado, pues quizá pudiera aprovecharlo.
Luego llevó a la niña al escritorio del despacho; se sentaron delante de una colección de lápices bien afilados, él cogió uno y ennegreció su punta de madera con la llama de una vela.
—Definamos primero sobre qué queremos escribir. En este caso, lo que necesita nuestro potencial cliente es un cerezo. No crecen de manera salvaje, de modo que si alguien quiere decorar con uno su jardín (y producir además una modesta cantidad de cerezas al año), debe acudir a nosotros.
»Algo muy, muy importante: aquello sobre lo que escribas debe corresponder al sello con el que firmarás el contrato. Esto ya ha quedado claro, ¿verdad? Si quieres escribir sobre cerezas, necesitarás el Sello de la Cereza, y si quieres hacer un contrato que relacione varios elementos, necesitarás varios sellos. Así se han creado las variedades de plantas más exclusivas que tenemos en Gardenia: son injertos nacidos de la colaboración de dos o más arcontes».
—¿Como las naranjas? —Cereza se refería a la fusión de mandarinas y pomelos que se había puesto de moda recientemente. Lo sabía por oídas, no es que las hubiera probado aún…, así que el comentario iba acompañado de cierto retintín.
—Exacto. Continuemos. Ya ha quedado más o menos claro quiénes participan en el contrato: de un lado está el cliente que nos comprará la semilla, y de otro, nuestra familia…, concretamente Nonnia, que es la propietaria del sello.
»No es necesario explicar quién se beneficiará del contrato si resulta obvio. Casi siempre lo seremos todos, la humanidad entera; por ejemplo, cuando el contrato afecte directamente al concepto de “cereza”. Pero ten cuidado al ahorrar palabras: lo subjetivo puede dar resultados inesperados…
La niña se distrajo brevemente pensando cuánto beneficiaría al mundo que las cerezas supieran a chocolate, a naranja o a cualquier otra cosa rica y nueva.
—En tercer lugar, tenemos que decidir cómo queremos que ocurra. El cliente no puede comprar un cerezo que aún no existe, así que le venderemos una semilla, que son como las estampillas, pero van acompañadas de un texto detallando su funcionamiento. Así pues, las semillas son solo un tipo de contrato.
»En cuarto lugar, concretaremos cuándo queremos que ocurra. Siempre que no se defina, el texto entrará en vigor de inmediato y anulará los contratos previos que lo contradigan, incluso si han sido recopilados en El Libro de la Cereza».
—¿Podrías usar palabras más sencillas? Comienza a dolerme la cabeza…
—El último contrato que selles será el bueno. ¿Mejor así?
»En este caso, no queremos que el cerezo comience a crecer tan pronto el cliente adquiera la semilla, pues quizá no la compre para su huerto, sino como regalo. De modo que tenemos que esperar a que se cumpla cierta condición para que la semilla germine y se convierta en un árbol con el paso de los años.
—¿Hay alguna manera de hacer que crezca más rápido?
—No que yo sepa. Aunque nuestro bonsái… En fin, esa es otra historia. Sigamos.
»Igualmente importante es definir cuántas veces queremos que ocurra lo que escribamos. Sería un mal negocio para nosotros si la semilla pudiera reutilizarse, o si el cerezo floreciera a cada rato. Tenemos por tanto que dejar esto perfectamente claro en el contrato.
Observando a través de una lupa, y dando por concluida la lección, el hombre escribió con letras diminutas alrededor de la estampilla que había salvado:
«Una vez bajo tierra,
sea esta la semilla de un cerezo que florezca dos veces al año».
—Así debería valer —dijo satisfecho de sí mismo.
La marca impresa se iluminó, confirmando la validez del texto. Ahora solo haría falta arrugarlo en una bolita de papel y plantarlo en tierra fértil para que germinara en un bonito árbol de «asquerosas y nauseabundas cerezas», en palabras de la niña.
—¡Pues esas cerezas nos alimentan todos los días, así que chitón! En cualquier caso, esta nueva semilla nos dará de comer otras cosas cuando consiga venderla en el mercado. Espero que alguien esté dispuesto a pagar el doble por una semilla de un cerezo que florezca dos veces al año…
—¿Y entonces podrás comprar granos de cacao? ¡Por favor, papá, di que sí!
El padre de Cereza pensó en la larguísima lista de prioridades que tenían en casa, y en la que el chocolate, desde luego, no figuraba. No quería prometerle algo que no pudiera cumplir, así que en su lugar le propuso un trato:
—Si consigues que Nonnia imprima diez marcas más, compraré tanto cacao como pueda con lo que nos den por una Semilla de Cerezo. ¡Y no será poco!
Cereza dio saltos, se frotó las manos y rio de forma maquiavélica; su padre comenzó a creer que acababa de cometer un grave error.
—¡Le robaré el sello mientras duerme, y entonces imprimiré no diez, sino cien mil Semillas de Cerezo! ¡Y seremos ricos, y comeremos chocolate todos los días!
—¡Para el carro! No vale robarle el sello a Nonnia, ¿me oyes? Es su tesoro más preciado, y ella sigue siendo su arcontesa; quitárselo sería una gravísima falta de respeto. —El padre de la niña parecía querer convencerse a sí mismo de lo que estaba diciendo—. Además, si lo comieras todos los días, acabarías tan harta del chocolate como lo estamos todos de las cerezas…
Esta confesión involuntaria pasó desapercibida y no magulló su autoridad. Entretanto, Cereza fue a la cocina dando pisotones y con los puños apretados.
Nonnia estaba reordenando una y otra vez los crayones de colores y los folios sueltos que su bisnieta había dejado tirados sobre la mesa.
—¿Me prestas tu sello? —La niña probó a ser directa e ir al grano (de cacao).
—¡No! —respondió la anciana arrugando la boca, dando énfasis a su negativa.
—Y si te doy una hoja de papel, ¿me la sellarías?
—No.
Nonnia sacó los crayones de la caja y volvió a guardarlos por enésima vez.
—¿Y si te lo pido por favor?
—Tampoco.
—¿Y si me echo a llorar?
—Entonces me iré a dormir, y te quedarás llorando sola.
—Vale. ¿Te apetece seguir con el ejercicio de recordar palabras?
—No… Déjame tranquila y vete a jugar por ahí.
Ese último «no» sonó menos convincente que los anteriores, así que Cereza se sentó con ella en la mesa, cogió los folios donde había garabateado dibujos y palabras, y reanudó con resignación el juego de memoria.
—Sigamos con cosas que tenemos ¿dónde? En nuestra…
—Casa —respondió Nonnia a la vez que se sentaba. Era evidente que no le apetecía sellar estampillas, semillas o contratos. Ella solo quería jugar un rato.
—Muy bien. Veamos qué más tenemos en casa. Por ejemplo, ¿qué es esto que solemos beber?
—Zumo. —La anciana estaba en racha.
—Correcto, zumo de cerezas. Ahora esto que solemos comer, ¿qué es?
—Puré. De cerezas.
—Efectivamente, un nutritivo —la niña hizo un esfuerzo para contener la arcada— y rico puré de cerezas. Vamos con la siguiente, que no está tan mal…
—Tarta. De cerezas.
—Así es. Ahora esta, nuestra cena habitual…
Cereza tuvo que apartar la vista de la ilustración porque comenzaba a sentirse mareada.
—Una rica sopa de cerezas.
—Qué horror… Vamos, la siguiente. ¿Qué dice aquí?
—Me… Mer…
—Mermeeee… —la ayudó su bisnieta.
—Merme.
—¡No, lee bien! Mermelaaaa…
—Mermelada. De cerezas, claro.
—Sí, de cerezas. Todo es de cerezas. No hay otra cosa más que cerezas. —La niña dejó el tarjetón dando una palmada sobre la mesa, aprovechando para coger el siguiente en el mismo gesto—. Venga, la última por hoy. ¿Qué es esto?
—Jabón…
—…de cerezas.
La niña acercó el antebrazo y las manos a la nariz. Allí también estaba ese persistente, ubicuo y profundamente desagradable olor a cerezas.
—Nonnia, por favor… préstame tu sello.
—No.
—No le prestes tu sello a nadie. ¿Lo has entendido, Nonnia?
—Sí, papá.
Quizás ahora fuera un sinsello, pero su padre había sido un hombre respetado, fuerte y sabio. Nonnia atesoró aquel consejo tanto como el Sello de la Cereza, su legado, que recibió el mismo día en que se perdió y fue encontrada en el bosque.
La niña sentía una inmensa alegría cada vez que imprimía una marca con su sello, y llevarlo en la mano la tranquilizaba, como cuando era incluso más pequeña y caminaba agarrada del dedo índice de su padre para no caerse al suelo.
Nunca lo iba a prestar, eso era seguro; tampoco dormiría sin él, ni lo perdería de vista…
Y el día en que finalmente le faltó su padre, el generoso Julio Blum —donante en vida de su sello—, ya no volvería a separarse de este jamás.
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