Aperitivo
Hacía un buen rato que aquello parecía un interrogatorio más que un juego. En la mesa de la cocina se mascaba la tensión, a falta de un plato mejor.
La niña cogió otro tarjetón, se lo acercó a la cara a su bisabuela e insistió:
—¿Quién es? —dijo señalando aquel retrato garabateado.
La anciana aguzó la vista y leyó sílaba a sílaba las letras que acompañaban el dibujo; solo así consiguió adivinar la respuesta.
—Mamá —respondió de manera mecánica.
Su presente era una colección de momentos fugaces —de sonidos e imágenes que duraban apenas un instante—, pero la palabra mamá se hizo eco en su cabeza, despertando perezosamente los recuerdos…
Como el de aquel día en que se perdió en el bosque y su madre estuvo buscándola durante horas. Tal era la preocupación de la pobre mujer, que al encontrarla no supo si reñirla o abrazarla.
Al final fueron ambas cosas, y madre e hija lloraron en silencio durante el camino de vuelta a casa.
—Mamá —repitió la anciana, esta vez con sentimiento.
—Muy bien. Ahora este. —La niña no quería perder el ritmo, pues su bisabuela parecía estar cogiéndole el tranquillo al juego—. Si no lo sabes, lee.
—Papá.
«Papá…»
La palabra le recordó aquel día en que se perdió en el bosque, cuando su madre la encontró, y la riñó, y la abrazó severamente.
Su padre las esperaba al llegar a casa, pero él no la regañó. Se limitó a fruncir el ceño y a hacer una mueca que bien podía ser de miedo, de decepción o de reprobación.
El hombre dejó su sello en el escritorio para arrodillarse junto a la niña, le dio un largo beso en la frente, y tras meditarlo brevemente le dijo: «Hagamos un sello para ti».
—Ahora esta: ¿quién será? —La bisnieta de aquella niña la trajo de vuelta al presente, a su realidad senil y desmemoriada.
—¡Un bebé, al parecer! En esta casa me tratan como si fuera tonta…
—Venga, céntrate. ¿Qué pone aquí? —dijo apuntando a las letras en el tarjetón.
—Nonnia —contestó a regañadientes la bisabuela.
—¡Por fin!
«Nonnia, tu turno», la llamó su padre. Fue en la tarde de aquel día en que se perdió en el bosque.
La familia se había reunido en el comedor. La más pequeña tuvo que abrirse paso entre sus hermanos para llegar hasta la mesa y trepar con esfuerzo a una silla, desde donde vio por primera vez el que sería su tesoro más preciado. Su padre, ahora un sinsello, acababa de repartir el Sello de las Prunas entre su descendencia.
Nonnia se sentía avergonzada y evitaba mirarlo a los ojos, pero finalmente se envalentonó y extendió la mano. Julio Blum hizo lo mismo para entregarle su herencia, al tiempo que se acercaba y le susurraba al oído: «Somos tu familia, querida Nonnia. Eres otra rama de un árbol hermoso e inmenso. No lo olvides jamás».
La niña asintió y se aferró al sello que su padre había creado para ella, tan parecido en tamaño y forma a los que acababa de entregar a sus hermanos. Pero ¿por qué lo hizo? ¿Tendría algo que ver con que ella hubiera desaparecido?
Sucedió en la tarde del día en que se perdió en el bosque. Julio Blum, arconte del Sello de las Prunas, se convirtió por voluntad propia en un sinsello. Y este recuerdo, que amenazaba con irse tan pronto como llegó, le dejó a su hija un regusto agridulce.
—Nonnia Blum, hija de Julio Blum, arconte del Sello de las Prunas; nieta de Junio Blum, arconte del Sello de las Rosáceas; bisnieta de…
La anciana siguió así un rato, como si le hubieran dado cuerda. Parecía dispuesta a invocar aquel frondoso árbol genealógico en su totalidad, y a reclamar títulos y derechos ancestrales por si alguien pretendiera faltarle el respeto.
Su bisnieta decidió que era preciso interrumpirla cuanto antes, o perderían toda la tarde sin alcanzar resultados.
—¡Vale, vale! Vamos, una más, que has acertado tres; ya casi hemos terminado de repasar nuestra familia. —La niña pasó a su autorretrato—. ¿Quién es esta? ¡Mírala bien!
—Muy fácil, se llama…
Nonnia cogió su sello, de menor tamaño que el extinto Sello de las Prunas. Este también era un vástago, un heredero del sello original.
Aún no sabía cómo llamarlo, pero debía de tener su propio nombre y significado. La mejor forma de averiguarlo era correr a estrenarlo.
Los hermanos de Nonnia estaban repartiéndose a jirones una hoja en blanco, ansiosos por averiguar qué sello les había tocado. En medio del alboroto se les cayó al suelo un retazo, que la menor de los Blum recogió y llevó sigilosamente a un extremo del salón.
Lo puso sobre el escritorio de su padre y presionó con cuidado el sello recién creado contra el papel; al estamparlo, emitió una tenue luz roja. La marca que dejó tenía un bonito diseño —un emblema con forma de flor—, pero nada más ocurrió.
De vuelta al presente, la bisnieta de la arcontesa seguía a la espera.
—Se llama…
El exarconte Julio Blum se acercó al escritorio, sentó a la arcontesa novata en su regazo, mojó un cálamo en tinta negra y escribió algo con su hermosa caligrafía en el jirón de papel sellado, no sin antes pedirle permiso a su dueña para garabatearlo. Y luego lo arrugó…, para sorpresa de la niña, que se llevó las manos a la cabeza.
Su padre rio, le pidió calma y la llevó de la mano al jardín, donde buscaron una maceta. La llenó hasta el borde con varias palas de tierra; abrió un agujero con el dedo, y dejó caer ahí la bolita de papel arrugado. Hubo de nuevo un destello rojizo, seguido de un importante aviso: «Habrá que tener paciencia».
Fue la manera perfecta de acabar un día extraño, en el que se perdió en el bosque durante largo rato. A los pocos días brotó una planta en la maceta, que acabaría floreciendo y dando frutos a pesar de ser muy pequeña. Y la alegría, la tristeza y los recuerdos agridulces tendrían a partir de entonces el sabor exacto de la…
—¡Cereza!
Comentarios
Seguimos descubriendo la belleza del libro!
Y esperamos su pronta aparición 😘💜
descubriendo el mundo, estaba claro que no iba a decepcionar 💕🌸